El hecho solo de levantar la vista, observar donde está la luna con relación a los objetos circundantes, mirar la hora y preguntarte en qué signo del horóscopo está es un paso en el aprendizaje astrológico.
Dibujarla sin expectativas también ayuda.
El hecho solo de levantar la vista, observar donde está la luna con relación a los objetos circundantes, mirar la hora y preguntarte en qué signo del horóscopo está es un paso en el aprendizaje astrológico.
Dibujarla sin expectativas también ayuda.
A las "malezas" yo aprendí a decirles ruderales (del latín ruderis, escombro)* y arvenses (que crecen sin que nadie las siembre). TODAS tienen un porqué y un para qué. En la observación atenta está la respuesta. Hablan, por ejemplo, de organismos y minerales presentes en el suelo. En general las dejo crecer y si compiten con las que sembré por recursos las cambio de lugar. En ellas está si resisten o no el traslado pero siempre, sin falta, me dejan enseñanzas.
La protagonista de la foto que está debajo, por ejemplo, es una bolsa de pastor (Capsella bursa-pastoris) que creció hasta que dio semilla junto a una menta marroquí y una manzanilla que también creció arvense.
Tardé varios meses en saber de qué se trataba. Cuando empezó a secarse, porque no le gustó que abonara a la menta, esperé hasta que las cápsulas que contienen las semillas estuvieron listas para ser recogidas y las guarde cuidadosamente en un sobre. Días después, mientras miraba lo que creía junto al pasto de una zona por la que transito poco, vi figuras y colores parecidos. Me acerqué y comprobé que a esa planta sí la conocía.
Así quedó uno de los ejemplares de menta marroquí que cuido después de una fase de distracción crónica en mi vida. Ahora se ve así. |
Una charlita con reflexiones sobre música ancestral y un poco de lo que habrá astrológicamente para el 2022: https://www.ivoox.com/aprendizajes-semanales-2-octubre-2021-audios-mp3_rf_76272110_1.html
Amaranto morado o púrpura (Amaranthus blitum). |
...eso es lo que dice la aplicación para identificar plantas de iNaturalist. |
Ahora vive con una Mentha piperita pero no se llevan muy bien, supongo que porque son de familias diferentes: Amaranthacea y Labiaceae. |
Hace años compraba pan #bimbo hasta que empezó a saberme a jabón. Primero pensé que era porque lo ponían al lado de ese producto en algún momento pero lo compraba en otro lugar (terco que es uno) y la situación se repetía. Un día charlando con una amiga supe que no era la única a la que le pasaba, luego entendí que no era yo sino el producto y dejé de comprarlo.
Cada vez compro menos cosas en supermercados pero de cuando en cuando alguno llega a mi casa y a mi lengua. Hoy fue una arepa del #ara que, como en épocas pasadas, me supo a jabón. Otro mordisco y el mismo resultado. Revisé los ingredientes del producto y encontré que está preparado con sal Yodada y FLUORIZADA. Ese químico que debería estar fuera de nuestras cremas dentales ahora está en nuestra comida. Hago corta la historia, puse las arepas en la pila de residuos que separo para compostar. Espero que los rayos UVA y UVB se encarguen de alquimizar el químico.
Y como no quiero dejar el problema ahí sin proponer una solución paso el dato de www.la-canasta.org/tienda que seguramente vende alimentos más sanos que este.
NO nos enseñan a leer las etiquetas de los productos porque si lo hiciéramos y entendiéramos lo que contienen dejaríamos de comprarlos.
Esta serie también me sirve como una suerte de libreta de apuntes. Le dije a mi alumna, la principal porque hay otras dos diletantes, que leyéramos el libro La vida secreta de las plantas de Peter Tompkins y Christopher Bird. De allí extraigo este fragmento que me resulta interesantísimo:
"El asesor, doctor Howard Miller, citólogo de Nueva Jersey y médico de Backster, llegó a la conclusión de que todos los seres vivos debían de tener una especie de "conciencia celular".
Para comprobar esta hipótesis, Backster halló la manera de aplicar electrodos a infusiones de toda índole de células simples, como amibas, paramecio, levaduras, cultivos de moho, briznas de la boca humana, sangre y hasta esperma. Todas fueron observadas en el polígrafo con gráficas tan interesantes como las producidas por las plantas. Las células de esperma resultaron ser extraordinariamente capaces, porque parecían identificar a su dominante y reaccionar a su presencia, sin hacer caso a la de otros sujetos de sexo masculino. Estas observaciones parecen indicar que hay una especie de memoria total que llega hasta la célula y, en consecuencia, que el cerebro quizá no sea un mecanismo conmutador, no necesariamente un órgano para almacenar recuerdos."
Ahora, volviendo al curso que traía de la primera clase, en la segunda le mostré cómo reproducir una planta por esqueje, es decir a partir de un trozo de planta cortado que se pone en agua para que cree raíces. La planta que elegimos fue de una especie que se propaga muy fácilmente con o sin ayuda: yerbabuena. El ejemplar que cortamos crecía junto a un árbol. Antes de hacerlo expliqué que es importante usar una herramienta limpia para hacer el corte.
Para modelar el procedimiento saqué unas tijeras plegables, las alisté y las limpié con un trapo humedecido con alcohol, luego hice un corte en diagonal para que la planta "madre" sanara mejor, esto porque la herida hecha así permite que la savia escurra, lo que evita infecciones, efecto que también se impide al desinfectar la herramienta de corte.
Mi alumna luego puso este trozo en agua, luego de haberle quitado las hojas del tramo inferior, halándolas hacia abajo, así el líquido permanece medianamente limpio, sin que los microorganismos proliferen demasiado (debido a la putrefacción que podría propiciar el exceso de hojas), lo que le permite al esqueje desarrollar raíces.
Algunos de los elementos que uso para propiciar este proceso son humus de lombriz (sacado de mi propio lombricultivo) porque contiene hormona de crecimiento, canela o un cristal de jade. Algunas personas también usan un poco de sábila (Aloe vera) pero yo no tengo experiencia con ese elemento así que mucho no puedo decir al respecto.
El procedimiento de corte fue repetido con una planta de manzanilla amarga (Tanacetum parthenium) y con otra de manzanilla dulce (Matricaria chamomilla).
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Otro truco que aprendí mientras preparaba esta entrada fue que los esquejes deben dejarse en un lugar donde reciban luz indirecta. La luz directa impide el crecimiento de raíces. |
Otro de los ejercicios que hicimos durante esta sesión, ya presencial, fue ver las diferencias que hay entre el jazmín rosado (Jasminum multiflorum) y el amarillo (posiblemente Jasminum sambac) a veces usado para darle aroma al té verde (Camelia sinensis). Además del color de las flores nos fijamos en las hojas y en los olores. El objetivo de esta y de otras actividades era acentuar la sensibilidad para aprender directamente de las maestras mejores: las plantas mismas.
Jasminum multiflorum |
Posiblemente Jasminum sambac |
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Hojas de Jasminum multiflorum |
Tradicionalmente los ramilletes para sahumar se hacen con salvia californiana aunque con el tiempo también ha empezado a ser mezclada con lavanda de variedades distintas. Esto lo entendí a través de sueños y luego la vida me llevó a los elementos físicos que lo confirmaban, sin embargo, como hago honor a mi ascendente (Tauro) me encanta resaltar el valor de lo que muchos catalogan como descartable en lugar de salir corriendo a comprar materiales, de ahí que prefiera trabajar con plantas que cuido en casa y que haya usado hasta las cuerdas que unen las bolsitas de té con las etiquetas para apretar los ramilletes.
Ahora trabajo con lavanda porque es lo que abunda en mi entorno, uno que, al menos parcialmente, he creado. En el plazo mediano espero poder usar cortes de una planta de salvia que propagué a partir de un espécimen que crece en una huerta cercana y que en la Luna Nueva en Tauro, que comienza hoy, debo abonar para reducir la población de piojos que se está alimentando de ella.
Los ramilletes terminados, como los que aparecen en la foto, pueden ser usados para limpiar la energía de objetos que no deben lavarse con agua y jabón (un mazo de tarot, por ejemplo), para limpiar el aura de alguien o para equilibrar la energía de un espacio (puede ser la de una habitación, familiar o extraña, en la que se está a punto de dormir). Junto a un cristal de amatista (puesto debajo de la almohada o sobre el chakra Anja / tercer ojo) no sólo ayudan a conciliar el sueño sino que hacen más fácil el recuerdo de las aventuras que vivimos mientras dormimos porque sí, todos soñamos, nos guste o no, lo recordemos o no.
En la celebración del Equinoccio de Primavera de este año aprendí que si el ramillete se apoya en un pedazo de papel de aluminio, plegado para que quede un poco elevado y sin estar en contacto con la superficie, sigue quemándose sin ayuda como si fuera un incienso.
En unas semanas habrá algunos ramilletes listos para sahumar (se quema un poco en cada ocasión) y todavía me quedan cristales consagrados en el Solsticio de Verano de 2020, por si alguien quiere reservar alguno. [La propuesta está disponible para quienes vivan en Colombia.]
Con Sol en Tauro y la Luna menguante transitando de Aries a Tauro hice poda y selección de material vegetal para hacer ramilletes de lavanda holandesa para sahumar. Durante el proceso me pregunté ¿qué es tratar una planta con respeto?, no porque no lo supiera sino porque me esfuerzo por practicarlo tan a menudo que cuando alguien quiere saber más no sé cómo explicarlo. Esto es un ensayo de respuesta.
Podo en menguante para que las plantas crezcan con fuerza, para que alarguen su vida y para que todo eso sea posible las riego antes de cortarlas, porque las plantas se estresan cuando están por ser heridas. También limpio la herramienta antes de usarla para evitar infecciones. Ayer aprendí que cuando se poda una rama que ya está leñosa se puede poner clara de huevo en la herida para que cicatrice mejor. A veces también uso alcohol para limpiar los cortes, y como soy una humana que tiende a malcriar los ejemplares que cuida, les soplo las heridas después de aplicarlo para que les duela menos.
Cuando termino la tarea recojo todo lo que queda en el suelo, incluso las hojas secas que otros llamarían basura. Las verdes las pongo a secar para hacer inciensos, infusiones, bastones oníricos, etc. y las secas las pongo en el material que llevo a alguna huerta urbana cercana.
Entiendo el respeto como una actitud práctica, como el percibir a las plantas como lo que son: seres vivos, sensibles, inocentes que pueden conceder o no su favor a otras entidades vivientes basadas en la relación que éstas están dispuestas a establecer con su reino. Quizás lo más difícil de todo este proceso sea la paciencia constante que hay que demostrar para llegar a ese resultado, pero no me importa. El esfuerzo que pongo para que las plantas estén más sanas cada día se transforma en sensaciones sutiles y nutricias que valoro más justamente porque proviene de actos conscientes y considerados.
Llego al primer piso y, como en la ocasión anterior la puerta de entrada está abierta, así se minimizan las superficies de contacto común. El sonido que hace el dispositivo automático que mueve el pasador no suena más. Camino unos metros y veo un letrero en una ventana de un apartamento anunciando la venta de gel antibacterial producto que desde que empezó el brote vírico no he usado ni una vez, al menos no que recuerde en este momento. Busco a mi amigo, el gato de un vecino, no está, lo que veo es otro anuncio, este ofrece tapabocas de tela y está junto al lado de un mostrario en todos los colores.
Salgo con el sino en mente. Elegí este día y no el anterior porque ya la astrología me ha dado pruebas contundentes de lo precisa que puede ser. Sé que la energía de la Luna opuesta a Plutón todavía esta en el aire pero tampoco voy a paralizar mi vida por sus designios. Espero, él, el amigo al que espero no llega. Camino un poco por el parqueadero del conjunto de edificios donde vivo. Veo los árboles, los pinos, más hermosos que de costumbre. Tengo la piel escaldada como todos los demás. Me aterra, me sorprende, me enfurece ver que la costumbre de salir a la calle en pijama sigue intacta. Un hombre joven vuelve del supermercado vecino llevando una pantaloneta y chancletas, también lleva tapabocas. No entiendo y no sé si lo hare si aceptaré en el futuro cercano o mediano que la gente siga ese ritmo lento, de negación. Calculo muy bien mis salidas a la calle, máximo una por semana, incluso he pensado en salir sólo una vez cada dos semanas, esto hace menos engorroso el procedimiento de desinfección al llegar a casa, en cambio, estos vecinos siguen como casi nada. Espero. Camino por una zona por la que rara vez lo hago. Encuentro un círculo en el suelo con un centro dentro de el. Me paro allí. Me acerco a un árbol de duraznos sin frutos, veo pasar un bus absolutamente vacío. Según he visto en un noticiero siguen rodando para transportar a los empleados que deben seguir frecuentando sus sitios de trabajo. Camino en la dirección contraria. Un hombre habla por teléfono. Me acerco otra vez a la puerta pero no la cruzo, no quiero tocar nada que no sea necesario ni mucho menos hacerlo con mi mano dominante porque quiero evitar, por todos los medios posibles, tocarme la cara. Veo que junto a la portería o mejor, junto al vestíbulo del edificio comunal transformado en portería temporal–permanente hay un dispensador de gel antibacterial. Espero. Una mujer de quizás 70 años sin tapabocas le hace gestos cariñosos a un, vamos a decir, chihuahua que le ladra nerviosamente, ella sonríe, yo temo. La mujer me recuerda un texto de un amigo peruano en el que hablaba de lo mismo, de ancianos sin tapabocas aunque se dice, son la población más vulnerable frente a este brote. Espero. Un hombre quiere entrar al conjunto pero no tiene completa la información de la persona a la que pretende visitar, el vigilante lo atiende sin abrirle la puerta. El visitante, que va en bicicleta llama a la persona a la que busca, le dice que le lleva plata, plata, el tema más común en las calles hasta que el bichito le robó el trono. Espero. No tengo dónde ver la hora porque salgo sin teléfono, sigo haciéndolo así, me resisto a tener que completar otra tarea desagradable sólo para poder ver la hora y tomar algunas fotos, prefiero entrenar mi observación y mi memoria. No quiero pensar en que también debo limpiar mi teléfono. Espero. Le pregunto al vigilante la hora. Ha pasado más de la media hora de cortesía que para mis adentros decreté. Me resigno, salgo. Antes he visto que ahora se controla la entrada al supermercado. Siento que fue acertado levantarme más temprano de lo acostumbrado para hacer compras de productos básicos. Estoy preparada para hacer una fila. Luego tendré que hacer dos pero eso no lo sé en ese momento.
Los andenes están vacíos y lo disfruto. El aire se siente más limpio. Es un día cálido, la primavera eterna de esta ciudad se hace sentir. Me cruzo con una persona y mantengo mi espacio personal. En todos los eventos inesperados hay luces y hay sombras. En esta, particularmente, el dogma de mantenerte alejado de los demás me termina gustando, en realidad me gusta que se institucionalice algo con lo que he estado de acuerdo toda mi vida. Esta es otra costumbre local que nunca he entendido y ahora creo que nunca lo haré, la de tener que juntarte, restregarte, apelmazarte con la persona que está a tu lado incluso si el área a tu alrededor está absolutamente vacía. Creo que es algo que les cuesta mucho a los decididamente, confesamente y remarcadamente latinos, yo nací en este continente pero me he sentido cosmopolita prácticamente toda mi vida, incluso extraterrestre.
Llego al parque en el que quiero completar un par de tareas, darle ofrenda al elemental del nogal (Juglans neotropica) y llevarme una semilla seca. Una lavandería está abierta, lo que me previene de dejar desechos orgánicos en descomposición en el árbol más cercano a ese local, así esté al otro lado de la calle. Ser distinta, como lo he sido abiertamente desde niña te predispone, te mantiene alerta frente a las agresiones potenciales del otro que interpreta como una ofensa tu forma de ser. Sigo adelante, busco otro nogal y lo encuentro, a su lado crece en armonía un geranio de flores rojizas. Alrededor sólo hay un hombre y un perro, si cambiase la luz del escenario bien podrían ser las 10 de la noche. Me pongo en cuclillas, saco guantes de cocina viejos y un tarro con composta de mi bolsa, me calzo los guantes, agarro el tarro, lo destapo y lo desocupo. Cubro con hojas secas el abono, tapo el tarro, lo guardo, me quito los guantes y también los guardo. Ahora siento que puedo recoger la semilla porque he dado algo a cambio. Le he dado al abuelo vegetal algo que puede usar. Me acerco a uno de los árboles que están cerca, hay muchos frutos, esferas de color verde oscuro con carne negra, agarro tres aunque sé que no los necesito. Uno es suficiente. El egrégoro de la escasez, del “tengo que acaparar todo lo que pueda porque sólo me importan los míos” está suelto y cada tanto también se alimenta de mí, de mi energía. Quiero abrazar al árbol, lo hago tímidamente, disimulando el gesto, haciendo como que busco algo a su alrededor. Siento ganas de llorar pero son leves, nada difícil de contener. Pienso en las personas con las que, de forma remota, he celebrado el equinoccio de primavera el viernes pasado. Me habría gustado haberme encontrado con mi amigo pero entiendo que de ahora en adelante los acontecimientos serán con más frecuencia así, como el orden del caos los dictamina y no como yo los deseo. Observo el suelo y veo la semilla que busco, la recojo con las manos desnudas. Me gusta sentir esa suciedad en mis manos, una suciedad que se ve, que tiene sentido lavar, palpable, no abstracta y que me recuerda que sí, que mis manos están mugrientas y que por lo tanto no debo tocarme la cara. Llevo tapaboca sí pero no guantes, me resisto a hacerlo. Para mí es vital tocar, sentir por eso sigo escribiendo en papel después de tantos años, por eso me gusta tener las manos en la tierra y cortar con tijeras o con los dedos las cáscaras de los alimentos que como. Guardo la semilla y sigo camino.
Dos cuadras más adelante veo a un hombre joven en pantaloneta. Escupe, siento asco. Cuando paso por el sitio donde ha dejado sus desechos orgánicos trato de ubicarlos para no pisarlos. No los veo. Sigo adelante. En otra cuadra, dentro de un conjunto de casas, veo un gato. Me detengo un momento para saludarlo. Me encantaría que uno me adoptara pero también me preocuparía mucho con tanta incertidumbre. ¿Tendría suficiente plata para alimentarlo y cuidarlo responsablemente? ¿Sería un inconveniente en caso de que quisiera viaja de improvisto? Pero ¿a dónde?, ¿cuándo?
En otra esquina veo a dos personas que, a las claras se conocen. Un hombre y una mujer de más de 60 años. Se supone que durante la cuarentena sólo debe salir una persona por familia pero no es la primera vez que veo una escena similar. Ya he visto a 4 personas y dos perros caminando por la acera que está al frente de mi casa, y, en otra ocasión, a 6 adolescentes, en la acera del conjunto en el que vivo. Ella, la mujer, de la pareja, lleva el tapabocas bajado.
En otra esquina (¿tendrán algo que ver con las cuadraturas astrológicas?), encuentro una planta de uchuva (Physalis peruviana) que vive dentro de otro conjunto de apartamentos. De forma excepcional tiene unos frutos que nadie ha tocado. Conozco a este ejemplar desde hace, al menos, dos años y es la primera vez que encuentro un fruto listo para ser cosechado. Por estar cerca de la entrada de un centro comercial casi siempre es maltratada y mutilada por los viandantes, algo que también les pasa a los cerezos (Prunus serotina) entre diciembre y marzo cuando entregan sus frutos. Retiro con cuidado el fruto maduro que encuentro, recojo otro que ya está empezando a pudrirse porque me interesa propagarlo en otro terreno. Intento ponerlos en la bolsa donde planeo guardar mis compras pero entiendo que si lo hago así se aplastarán por lo que opto por guardarlos en el bolsillo. Sigo mi camino hacia el supermercado.
En la plazoleta que lleva a la entrada hay 30, 40 personas. El silencio es evidente. 4, quizás 5 hablan por teléfono. Me fijo en el letrero que informa sobre la entrada al supermercado. Evito acercarme mucho a otra persona, pregunto si esa es la línea para entrar al local y me pongo en ella. Debe haber un metro y medio entre una y otra. No me gusta madrugar pero me alegra haberlo hecho esta vez. Sé que el trámite tomará un rato y me alivia saber que alrededor de mediodía volveré a estar en un ambiente amable. Casi todas las personas usan tapabocas. Un par de mujeres con atuendos muy coloridos y de estampados diversos hablan junto a un carrito de supermercado lleno hasta el tope. Una de ellas lleva el tapabocas en el cuello. ¿Estaré exagerando?, ¿andaré paranoica? Sigo preguntándomelo, más cuando veo que la mujer que está adelante de mí en la línea no lleva tapabocas. Siento afinidad con ella, siento que trata de comportarse con sensatez en medio de tanto caos. Me fijo en uno de sus aretes, es una flor de loto. Quizás sea por eso que he desarrollado empatía repentina, porque mi mente inconsciente ha dicho flor de loto = budismo = meditación = tranquilidad, virtud que siempre busco. Ahora percibo a su pareja. Ha estado en la línea de la droguería que ahora atiende a través de una ventana, la que antes se usaba sólo para extender el horario de ese servicio. Llega otro hombre interesado en entrar al supermercado, pregunta si esa es la línea correspondiente y se ubica en su lugar, luego saca el teléfono para hacer una foto de la escena. A falta de destinos turísticos ahora documentamos la crisis. Me doy vuelta, no quiero salir en su foto, video, lo que sea. Al parecer nota mi disgusto y cambia de posición su aparato.
Hacia mi izquierda un hombre de un poco más de 30 años habla por teléfono. Dice que una mujer que se llama como yo, madre de su hijo según da a entender, está por llegar con el bebé para que alguien lo vacune en el centro médico que funciona dentro del centro comercial. No me gustaría estar en su lugar. Me aterra la idea de tener hijos en este momento, más que nunca.
La fila avanza y yo dejo mis ilusiones a un lado. Si tengo que esperar una hora para entrar al supermercado lo haré sin quejarme. Me doy cuenta de que es un momento excelente para recitar mantrams mentalmente. Hace semanas que no lo hago, ahora, además no tengo que, simultáneamente, evitar que me empujen, me roben, me pisen como solía pasar en TransMilenio, uno de los espacios que usaba con más frecuencia para completar esta práctica. Allí me entrené incluso para recitarlos mientras los contaba con los dedos. Invoco el nombre de la persona fallecida a la que se los estoy dedicando y la intención de mi práctica. Om ami dewa sri, om ami dewa sri, om ami dewa sri y así hasta 10, hasta 20 y hasta completar una vuelta completa al mala. Empiezo otra. A veces me distraigo. Veo a personas que vienen a entregarles su ansiedad a los vigilantes que cuidan la entrada. Una mujer quiere entrar ya mismo a hacer trámites bancarios, va con su perro pug. Se supone que si vas a sacar a tu perro vas a eso y a nada más, pero ella ha llevado al can al trámite. Los hombres, pacientemente, le dicen que si quiere entrar tendrá que dejar al animal afuera. Ella desata la correa y la vuelve a atar para dejar al animal en un soporte para bicicletas. El animal ladra un poco en tono de protesta, su ama le dice que es sólo por un momento y desaparece dentro del edificio con un papel en la mano. Ver al animal hace que mi atención se dirija a la vitrina que está al lado. Me acurruco para echar un vistazo a unos marcadores que hay allí. Supongo que son de mala calidad y, al mismo tiempo, me alegro de tener en casa materiales suficientes para hacer dibujos y colorear durante una vida entera. ¿Una vida de cuántos años? Me pongo de pie otra vez. Ahora el que se acerca a los vigilantes para preguntarles algo es un hombre de aproximadamente 60 años. Satisfecho con la respuesta que recibe se va con paso enérgico.
Ya estoy en la cabeza de la fila. Le pregunto a uno de los dos vigilantes si es posible entrar a sacar plata de los cajeros. La mayoría de las cosas de mi lista quiero comprarlas en el supermercado y pagarlas con la tarjeta débito porque así no tengo que tocar tanta plata pero las frutas, las verduras prefiero comprarlas en la verdulería que conozco hace muchos años, no sólo porque venden productos frescos sino porque allí lo hacen a precios más bajos que los del supermercado. El vigilante dice que sí, que es posible y me deja entrar al centro comercial. Voy a un cajero que no conocía, que nunca antes había usado. Ahora no sólo temo a que alguien robe mis datos personales sino a que esa acción cotidiana me genere una enfermedad. Vuelvo a mi lugar en la línea. La mujer de los aretes de flor de loto y su pareja vuelven. Ahora llevan tapabocas blancos. No sé dónde los han comprado pero en países como este en donde el rebusque, la recursividad es la norma y no la excepción es fácil adivinar que cerca habrá algún vendedor ambulante dispuesto a proveer el bien preciado para que no pierdas el tiempo que has gastado poniéndote en la línea. Unos minutos después, durante los cuales me he alejado tanto como he podido de un hombre que está en otra línea junto a un muro y que olvida con frecuencia que debe mantenerse a mínimo a un metro de distancia (que me sigue pareciendo poco), cuando llevo un mala y 40 mantrams uno de los vigilantes anuncia que ya es el turno de 5 personas más para entrar, además de la mujer de los aretes de flor de loto y su pareja. Algunas personas buscan carritos de mercado, yo voy directo a la puerta. Alguien, creo que un hombre, me da a entender con un gesto que debo mostrarle las palmas de las manos para que las rocíe con alcohol, gesto que me da sensación de seguridad. Me froto el líquido para que se seque y saco de un bolsillo la lista de compras. Busco el pasillo donde están el atún y la pasta. En ese lugar una mujer le dice a otra, en tono de broma –un tono que ahora parece ser de mal gusto– “no busque pasta porque ya no hay” refiriéndose a los spaghetti. Esa sección está vacía, se ve así entre otras dos repletas de tornillos / fusilli, moños / corbatines, conchitas / caracoles y una variedad numerosa de marcas y formas. Agarro el paquete de fusilli que quiero, también echo a mi bolsa 3 latas de atún de la marca del supermercado. Echo una mirada para ver si la marca que más conozco está disponible pero no es así. Voy a buscar pan y un yogurt. Mientras llego allí pienso en qué sentirán, en cómo afrontarán sus emociones todas esas personas que evitaron, por todos los medios posibles, los cursos de crecimiento personal, de exploración espiritual, ¿qué hacen ahora que es esto o esto?, ¿qué hacen en una época en la que las fábricas de licores se dedican cada vez más a producir alcohol antiséptico y en la que los insumos para producir medicamentos están en entredicho? Veo a una mujer, tal vez impulsadora, sentada en una mesa revisando su teléfono celular, me mira con cara de sorpresa. Oigo voces. Ahora veo a algunos de los empleados ordenando mercancía. Hablan de la próxima fecha de pago. Se los ve casi alegres, casi relajados en este entorno tan vacío de clientes. Busco un cartón de huevos. Mi primer impulso es comprar los más baratos, dudo. Tengo muy claro que estamos en el punto que estamos porque nos salimos de madre, porque empezamos a preferir productos baratos sin que nos importara de dónde venían ni cómo eran producidos, esto, con el tiempo, nos llevó a desgastar nuestros propios salarios. Ahora no tenemos tantas opciones de comprar productos de mejor calidad porque no podemos pagarlos. Otro escenario de la guerra pobres contra pobres, aunque bueno, yo todavía puedo permitirme los huevos orgánicos que cuestan el doble de los regulares. Los llevo. Luego, cuando esté rompiendo el cartón que los guarda me preguntaré si el tinte violeta usado para cambiar su apariencia será biodegradable, un recuerdo más de que todas, absolutamente todas las acciones tienen consecuencias.
Ya tengo en mi bolsa todo lo que he ido a buscar. Un par de veces he sentido la tentación de llevar más de lo que necesito pero la he resistido. Me he recordado que así, uno a uno entrando en pánico, se crea una ola de negatividad que termina con inflación económica casi incontenible y con, algo muchísimo peor, sufrimiento. Decido ir a mi zona favorita: la de los útiles escolares y artísticos, en el camino veo una isla en la que viven plantas suculentas a la venta. Me pregunto, como lo haré muchas veces más, cuáles serán comestibles y cuáles no. Las acaricio un poco y voy a ver los lápices de colores. Allí todo sigue igual. En esta época, cuando ha pasado la temporada escolar, ese pasillo ha vuelto a la normalidad del resto del año. Me dirijo a la caja. Voy a la línea establecida para pagar. Delante de mí hay una mujer con otro carrito lleno, es su turno, pasa a la registradora. Estoy lista para esperar pacientemente cuando de la caja vecina sale al pasillo otra cajera para avisarme que es mi turno. Saco todo lo que llevo en la bolsa, 8 productos en total. Sólo puedo llevar 7 de ellos porque hay una restricción que impide llevar más de 2 latas de atún por cliente. Ya había leído al respecto en un comunicado del supermercado. Decido llevar un paquete de maní japonés que alguien abandonó en la caja. De nuevo, el acto de un desconocido modifica mi comportamiento. Pago, empaco todo y me voy, creo que tardé máximo 15 minutos en hacer todo ese trámite.
Rodeo el centro comercial rumbo a la verdulería. Esta zona nunca ha sido muy concurrida así que parece un día antes de la aparición del bicho. Paso por un conjunto de apartamentos, el mismo en el que vive mi amiga uchuva y oigo sonar música típica, es una anomalía. Incluso uno de los países más felices del mundo parece haber perdido la alegría en esta coyuntura. En la zona verde que rodea ese conjunto, tras un muro bajo de ladrillo y rejas, veo una planta de fuchsia / pendientes de la reina (Fuchsia magellanica), de inmediato llama mi atención un fruto que cuelga de ella. La pregunta preocupada se repite, ¿será comestible? Me estiro tanto como puedo para agarrarlo sin lastimar la planta. Quiero saber más de el aunque sólo llegaré a compostarlo. (Acabo de preguntarle a Dr. Google y dice que sí, que sus bayas son comestibles.)
El morral que he llevado para cargar la compra sin ayuda se siente incómodo. Cruzo la calle para acercarme a una maceta grande que uso de soporte para descargar el peso y acomodarlo. Está cerca de un CAI (Centro de Atención Inmediata de la Policía). Me siento inquieta, no quiero demorarme mucho. Acomodo todo tan bien como puedo y sigo mi camino. A pesar de la incomodidad me desvío. Quiero ver cómo está la huerta más linda de la zona, un rincón escondido junto a otro conjunto de apartamentos.